Tras dos años de ardua investigación, Carlos Fonseca recupera con toda su crudeza un episodio que permanecía en la memoria colectiva de quienes perdieron la guerra. No hay ficción. Los archivos militares, los penitenciarios, los del PCE y sobre todo las voces de quienes vivieron estos trágicos hechos trasladan al lector al Madrid de los primeros días de la posguerra, una ciudad víctima del odio y la revancha de los vencedores.
La brutal represión franquista y un enigmático crimen condujeron a aquellas jóvenes idealistas a la muerte. Que mi nombre no se borre en la historia, dejó escrito Julia Conesa, de diecinueve años, una de Las Trece Rosas, en la carta de despedida a su familia. Este testimonio es la mejor forma de evitar el olvido.
Lo anterior se puede leer en la contraportada del libro Trece rosas rojas, cuyo autor es Carlos Fonseca.
A mi abuelo le encanta leer libros sobre la guerra civil y la posguerra. Es un regalo seguro y como toda mi familia lo sabe, posee cientos de libros sobre este tema. La verdad que muy lectora no me considero, pero sí que quizá haya heredado ese interés por la guerra civil de mi abuelo.
Él ya nació en el régimen franquista, pero las historias que puede llegar a contar sobre su familia y amigos que sí que vivieron la guerra son innumerables.
Lo que pasó fue hambre, mucha hambre. Nacido en un pueblo de Badajoz, desde muy niño tuvo que trabajar en el campo y buscarse la vida para seguir adelante junto a su gran familia. Con diecisiete años se marchó a Asturias a trabajar en la mina, también pasó por Cataluña donde se establecieron varios hermanos y cuando él iba a hacer lo mismo que ellos, unos primos le aconsejaron que Madrid resultaba un buen sitio para la construcción, por lo que con mi madre ya nacida y mi abuela, se trasladaron desde Badajoz hasta Madrid. Gracias a esa elección, estoy hoy aquí escribiendo sobre él, antes de analizar uno de sus libros preferidos.
Llevo más tiempo con este libro que el propio dueño. Recuerdo que lo leí de niña, precisamente en ese pueblo de Badajoz del que ya he hablado, pero como nunca he sido una ferviente lectora, lo dejé a la mitad (aunque he de admitir que lo que leí, me hizo llorar en más de una ocasión.)
Como para el taller de lectura había que escoger un libro, escogí “El maestro ignorante” recomendado por el profesor. Me llamó la atención el título pero sinceramente prefiero comentar el libro de Carlos Fonseca (por lo que volví a manifestar mi costumbre de dejar los libros a la mitad, quizá será porque me encanta medio-leer.) Así que el taller de lectura viene con un “pequeño” retraso. Pero dicen que nunca es tarde si la dicha es buena y creo que este libro merece su comentario.
El autor comienza el libro dedicándolo a sus padres y todos aquellos que perdieron la guerra.
Le sigue lo siguiente:
Tristes armas
Si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
Si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes los hombres
Si no mueren de amores.
Tristes, tristes.
MIGUEL HERNÁNDEZ; Cancionero y romancero de ausencias (1938-41).
Venceréis, pero no convenceréis.
Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta,
Pero no convenceréis,
Porque convencer significa persuadir.
Y para persuadir necesitáis algo que os falta:
Razón y derecho en la lucha.
MIGUEL DE UNAMUNO.
Comenzaré con presentar a las heroínas:
Carmen Barrero Aguado, veinte años (mi edad) proveniente de una modesta familia del barrio de Cuatro Caminos. La muerte de su padre le obligó a trabajar a muy temprana edad. Militante del PCE, utilizaba la identidad falsa de Carmen Iglesias Díaz. Tras el final de la guerra continuó con el trabajo clandestino como responsable femenina del partido en Madrid, y como tal elaboró un plan de trabajo para las mujeres.
Martina Barroso García, veinticuatro años. Militante de la JSU, durante la guerra cosió en uno de los talleres de la Unión de Muchachas, confeccionando ropa para los soldados. Tras el final de la contienda se incorporó al sector de Chamartín de la Rosa.
Blanca Brisac, veintinueve años. Hija de un próspero empresario francés y pianista de profesión, se casó con un violinista y tuvieron un hijo, Enrique con once años de edad en 1939. No militaba en ninguna organización política.
Pilar Bueno Ibáñez, veintisiete años. Al poco de iniciarse la guerra se afilió al PCE y trabajó en una de las casas-cuna donde se recogían a los niños huérfanos y atendían a los hijos de los milicianos que iban al frente. Elegida para formarse como dirigente en la Escuela de Cuadros del partido y nombrada secretaría de organización del Radio Norte. Al acabar la guerra colaboró en la reorganización de los comunistas y encargada de crear sectores estratégicos en la capital.
Julia Conesa Conesa, diecinueve años. Se afilió a la JSU y durante la guerra trabajó como cobradora de tranvías.
Adelina García Casillas, diecinueve años y conocida como la mulata por su piel morena y sus labios gruesos. Amiga de Julia Conesa y militante de la JSU. Una vez encarcelada trabajó como cartera de la prisión de Ventas.
Elena Gil Olaya, veinte años. Ingresó en la JSU, una vez terminada la guerra continuó trabajando para el partido. Se integró junto a Victoria Muñoz en uno de los grupos creados en el sector de Chamartín de la Rosa.
Virtudes González García, dieciocho años, se afilió a la JSU al poco de estallar la guerra. Ella hizo de enlace entre el Radios Oeste (que lo dirigía su novio) y la dirección madrileña de las mismas.
Ana López Gallego, veintiún años, militante de la JSU. Fue secretaría femenina del Radio de Chamartín de la Rosa. Tras la guerra se reincorporó a las Juventudes como miembro de un grupo donde ya estaban integradas tres rosas: Martina, Victoria y Elena.
Joaquina López Laffite, veintitrés años. Se afilió a la JSU y tras acabar la guerra fue nombrada secretaria femenina del Comité Provincial clandestino.
Dionisia Manzanero Salas, veinte años. Procedente del barrio de Cuatro Caminos. Su padre era militante de la UGT. Se afilió al PCE después de que un obús matara a su hermana Pepita y a otros niños que jugaban en un descampado próximo al domicilio familiar. Amiga de Pilar Bueno, tras la guerra fue elegida para que hiciera de enlace entre los dirigentes del partido que quedaron en la capital.
Victoria Muñoz García, dieciocho años. Pertenecía a la JSU y tras la guerra se incorporó al grupo del sector de Chamartín de la Rosa.
Luisa Rodríguez de la Fuente, dieciocho años. Afiliada a la JSU donde nunca desempeñó ningún cargo. Sin embargo, tras la guerra se le encargó que debía crear un grupo que ella tendría que dirigir. Cuando fue detenida sólo había tenido tiempo de convencer a su primo.
Muy a mi pesar no he conseguido fotos de todas, y algunas pueden que no sean ellas porque existen errores en internet con equivocaciones de nombres y fotos. De cualquier modo, una imagen vale más que mil palabras, o eso dicen, y creo que es importante poner rostro a estas víctimas. Muestran una juventud arrebatada y una vida que se desvaneció con el único pretexto de resultar una amenaza al régimen franquista. Chicas que no superaban la treintena de edad y que algunas ni la veintena. Algunas madres y con familias que se rompieron tras aquel trágico asesinato de los otros muchos que se sucedían con los días tras la guerra.
No me imagino la angustia y la desesperación por las que debieron pasar, sobre todo cuando fueron colocadas en aquel paredón y fueron fusiladas de manera sanguinaria y cruel.
“La madrugada que llegamos a la cárcel de Ventas fue mi primer desmoronamiento. Íbamos peladas, y cuando aquellos enormes cerrojos, que a mí me parecieron gigantes, se cerraron detrás de nosotras, me dio la impresión de que traspasábamos las puestas del infierno y entonces me desmoroné y empecé a llorar de una manera atroz. Era la primera vez que lloraba desde mi detención.”
Así es como narraba su entrada en prisión María del Carmen Cuesta, que fue detenida con tan sólo dieciséis años por pertenecer a JSU y fue la única superviviente, ya que el resto de sus compañeras fueron fusiladas. Falleció el pasado 2010 a los ochenta y siete años de edad.
A aquella muchedumbre confusa en la que convivían madres con hijos, ancianas y muchachas casi niñas se fueron sumando en días sucesivos las jóvenes militantes de la JSU detenidas los días precedentes.
La prisión era dirigida con mano de hierro desde la entrada de los nacionales en la capital por Carmen Castro Cardús, de treinta años, el pelo peinado hacia atrás, muy tirante y recogido en un moño, vestida siempre de oscuro y en cuya cara nunca se dibujaba una sonrisa, que acompañaba sus palabras con ademanes enérgicos que le otorgaban una presencia amenazadora.
La tragedia vital de aquellas mujeres no les impidió que, en tono de burla de su propia situación, escribieran una canción que ellas mismas salmodiaban como si fuera un conjuro:
Cárcel de Ventas
Hotel maravillo
Donde se come
Y se vive a tó confort,
Donde no hay
Ni cama, ni reposo
Y en los infiernos
Se está mucho mejor.
Hay colas hasta en los retretes
Rico cemento dan por pan,
Lentejas, único alimento,
Un plato al día te darán.
Lujoso baldosín
Tenemos por colchón
Y al despertar tenemos
Deshecho el riñón.
Adelaida Abarca, otra de las militantes de la JSU encarcelada tras la redada de mayo, dice: “Los niños que morían eran llevados a una sala y dejados sobre unas mesitas de mármol. Las madres tenían que vigilar porque era un sitio donde aparecían ratas, y era espantoso ver a esos animales tan desagradables y hambrientos que venían a comerse a aquellas criaturitas escuálidas, esos cadáveres que eran ya un esqueleto.”
Una realidad muy distinta de la que publicitaba el régimen de puertas hacia fuera.
Estas trece muchachas pasaron a formar parte de aquel mundo de desesperación, algunas no se conocían entre sí. Aunque las apodaron “Las Menores” o “Las Trece Rosas Rojas”.
La mañana del dos de agosto, una celadora llamó “a jueces”, una expresión que daba cuenta de la presencia en la cárcel del juez instructor para comunicar la celebración de la vista oral, que invariablemente tenía lugar al día siguiente, los cargos de acusación y la petición del fiscal.
El magistrado Eduardo Pérez Griffo con la colaboración del falangista José Zubizarreta, les comunicó que estaban todas acusadas de un delito de “rebelión militar”, por el que el fiscal les pedía la pena de muerte.
Dieron las cuatro de la madrugada y se escuchó el rumor de un vehículo, el runruneo de un camión viejo y destartalado. La celadora de la prisión de Ventas franqueó el acceso a ésta, al oficial de la Guardia Civil. Más tarde le entregó una sentencia firmada por la directora de la prisión, Carmen Castro.
Una a una cruzaron el portón de madera, aún era de noche. Caminaron en silencio y subieron a la parte trasera del vehículo. La madre de Virtudes era el único familiar que se encontraba allí y las pudo ver cuando salieron; gritó todo cuanto pudo: “¡Canallas!; ¡Asesinos!”, pero fue en vano.
El trayecto fue corto, apenas unos minutos, para después recorrer en silencio los escasos metros que separaban el penal del cementerio. Cuando llegaron a una pared de ladrillo visto, en la que se apreciaban con nitidez los impactos de las balas, y les mandaron detenerse, supieron que había llegado su destino. Las colocaron en línea, hombro con hombro. Transcurrieron unos instantes interminables y sonó entonces una descarga atronadora, una enorme traca que retumbó en el silencio de la madrugada.
La muerte quedaba así reducida para los verdugos a un trasiego de papeles dando cuenta a tal y cual autoridad de que se habían ejecutado las órdenes.
Este es un pequeño resumen elaborado con fragmentos propios del libro.
Recomiendo por tanto, la lectura de éste, caracterizado por sus conmovedoras descripciones de una realidad que no hemos olvidado, que siempre tenemos que tenerla presente porque no se puede repetir.
Nadie desea la guerra.
Familias divididas y enfrentadas entre sí por una ideología que en la mayoría de casos, no se tenía muy clara y se ignoraba casi por completo el porqué de ese enfrentamiento.
En estos conflictos siempre existen muertes, es un hecho inevitable por eso se teme tanto que se produzca, pero lo que es inhumano es que se siga asesinando después de haber ganado la guerra.
Después de tener al país dividido y roto por la pobreza y los estragos de ésta. Después de haber roto familias enteras. Después de no haber preguntado, y juzgado a inocentes, menores, mujeres y hombres que nada tenían que ver con las ideas políticas. Trabajadores humildes que tan sólo se dedicaban a sobrevivir y sin saber por qué se han visto asesinados por una élite sin escrúpulos que defendían la salvaguarda de la Patria, como si los que llamaban “rojos” fueran un enemigo para ésta.
Esto es lo que no concibo, que tras una guerra devastadora en todos los ámbitos se siga asesinando sin ningún tipo de medida, a plena libertad y en defensa del “orden de España”.
No se ha olvidado porque siguen existiendo nombres de calles de asesinos, no se ha olvidado porque existen todavía fosas con cadáveres sin identificar, no se ha olvidado porque los culpables de esos crímenes han salido impunes y han llevado una vida llena de privilegios y porque centenares de familias no saben donde están sus seres queridos. Por ello, quien diga que se tiene que olvidar es que ignora todo esto.
Y finalmente, enormemente agradecida a las Trece Rosas y a los miles de españoles que lucharon por tener un país libre y característico de igualdad entre todos.
Porque esta historia tiene nombre, pero hay cientos y cientos de éstas que sus héroes, son anónimos.
GRACIAS.
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